Historia desconocida de La Falange: Las mujeres de José Antonio
Nunca pasó por el altar, pero ellas fueron las únicas que sacaron a la luz la debilidad del fundador de la falange, un hombre al que aún rodea un aura de misterio.
Pese a ser uno de los personajes más estudiados en la historia de España, la aureola mítica con la que se ha cubierto a José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, fundador de la Falange Española, desvirtúa su eminente figura de «un hombre como todos los hombres», en palabras de su hermana Pilar. José Antonio fue, como recordaba Pilar, un hombre «capaz de debilidades, heroísmos, caídas y arrepentimientos». Un hombre, muy hombre, en toda la extensión del término, que supo amar como el que más a una mujer en especial. Flaco favor han hecho a su legado quienes, creyendo rendir con su sigilo el mejor tributo al biografiado, callaron sus conquistas sentimentales y exageraron otros detalles de su vida. José Antonio se enamoró de Cristina de Arteaga, hija de los duques del Infantado, a la que conoció siendo un veinteañero; nada más verla, se sintió deslumbrado por su belleza, pero pronto reparó en que era una mujer muy inteligente y culta, además de una excelente oradora ante la que también había sucumbido Emilio Castelar, quien, tras escucharla, dijo inspirándose en ella: «El mundo está gobernado por faldas». La ingenua relación de los dos jóvenes duró poco tiempo, hasta que Cristina de Arteaga, que barruntaba ya entonces su verdadera vocación, decidió consagrar su vida a Dios como religiosa de la Orden de las Jerónimas; hoy, su abnegada entrega aspira al reconocimiento universal en los altares. José Antonio conoció entonces al gran amor de su vida, Pilar Azlor de Aragón y Guillamas, duquesa de Luna. Era su tipo de mujer: rubia, delgada, de ojos claros... e inteligente. Esta vez el apasionamiento fue mutuo. «Ella estaba enamoradísima y él también», me comentaba Pilar Cavero Crespi de Valldaura, nieta del conde de Orgaz. Y no solo ella: la única hermana superviviente de la duquesa de Luna, María Concepción Azlor de Aragón, de 90 años (31 de mayo de 1924), marquesa de San Felices, rompió su silencio conmigo en una entrevista exclusiva con LA RAZÓN en marzo de 2015. «La primera vez que les vi pasear fue en la playa de Ondarreta, en San Sebastián, en la bahía de la Concha». Proclamada la Segunda República, el 14 de abril de 1931, su padre, José Antonio Azlor de Aragón y Hurtado de Mendoza, monárquico empedernido y gentilhombre de cámara de Alfonso XIII, a quien profesaba auténtica devoción, cerró su palacio de Villahermosa y nunca más volvió a Madrid, negándose a ver el Palacio Real sin rey. «Nos fuimos de este modo –explicaba María Concepción– a vivir a San Sebastián y Pedrola (Zaragoza); también en Javier, Navarra, y en Azcoitia. Precisamente en la ciudad donostiarra fue donde vi por primera vez a mi hermana con José Antonio, cuando éste aún no había fundado la Falange. Yo tenía entonces alrededor de siete años, pues era casi dieciséis años menor que mi hermana». José Antonio y Pilar formaban una pareja ideal, aunque solo fuera físicamente, dadas las continuas desavenencias provocadas por dos temperamentos fuertes que les hacían romper la relación para retomarla poco después. Uno de esos amores tempestuosos que solo la mutua atracción física y el recíproco embelesamiento intelectual lograban recomponer una y otra vez. «Ella», como se la denominaba de forma enigmática, era recelosa (en los círculos falangistas preservaba su anonimato), delgada, de metro setenta y dos de estatura, con esa apariencia frágil de porcelana de Limoges que parece que fuera a romperse si no se la mimaba entre algodones; él, con metro setenta y ocho y ojos azules como los de ella, encandilaba a las mujeres también por su absorbente capacidad dialéctica. De hecho, llegó a dominar el lenguaje y a gesticular como nadie en el improvisado escenario de un salón, o vestido con un impecable traje oscuro y corbata a rayas en un mitin político. «Estaban enamorados –aseguraba la marquesa de San Felices– de lo contrario no hubiesen sido novios durante años. José Antonio fue el único novio de mi hermana. Iba también a verla a nuestro Palacio de Pedrola. Lo hacía a escondidas, porque mi padre no aprobaba esa relación. Es probable que hiciesen juntos alguna excursión a bordo del Ford-T que todavía conservamos. Pilar no tenía carnet de conducir, pero a veces cogía el coche por el campo». Otra mujer de la familia, que prefiere mantenerse en el anonimato, afirma que «se querían muchísimo. Estoy casi convencida de que, si se hubiesen casado, la historia habría sido bien distinta pues José hubiese abandonado la política, en la que entró solo para defender la memoria de su padre, volcándose en su profesión de abogado y en su propia familia». Pero al final, el padre de Pilar se opuso al enlace; entre otras razones porque, como monárquico medular, culpaba al padre de José Antonio de la caída de la monarquía tras su dictadura militar de siete años.
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